Eras los regalos de Navidad repartidos por el salón para quince enanos con ganas y necesidad de tus arrumacos y tus besos fuertes y repetidos. Eras la tarta de nata de cada Febrero y cada Septiembre, el flash del automático que capturaba tu momento de soplar las velas, sin apenas fuerza. Eras los caramelos de menta y los gajitos de manzana de la merienda, las uvas de la nave del patio para Nochevieja y la canción de aquel viejo carrusel. Eras mis ganas de viernes para ir a verte andando desde el conservatorio, mi miedo al cruzar el único paso de cebra que había, la cara de alivio y felicidad de mi madre (tu hija) al verme llegar sana y salva. Eras la cenefa de la pared que se ha ido cayendo con los años, el óxido de la vieja máquina de escribir, el sonido chirriante de la mecedora, la ceniza de fuegos artificiales que siempre quedaba en la parra al día siguiente de las fiestas. Eras mi promesa y mis abrazos. Eras el motivo de que aquel 20 de Octubre odiara mi nombre y me aguaras el santo. Eras azul.
Eras el olor a suavizante por toda la casa y el olor a madera anciana. Eras el quejido pausado del andador. Eras los suspiros y las contadas lágrimas siempre a escondidas. Eras las ojeras de no poder pegar ojo, el dolor, la angustia, el miedo.
Y no, no eras las putas polillas que, dicen, se están comiendo los muebles. No eras la raja que se ha hecho en el techo de la habitación de arriba, ni eras el huerto que el abuelo ha dejado que se pudra. No eras el rencor que te guardaba por aquel día, ni el que le guardaba a papá por creerme lo suficientemente adulta como para soltarme semejante bombazo a las nueve menos cuarto de un lunes. No, definitivamente, tú no eras mis lágrimas del recreo.
No he vuelto a visitar tu casa, perdóname. Entiende que se me caiga el alma a los pies y un poco más abajo cada vez que me planteo ayudar a mantener tu hogar en pie. No, no podría quitar el polvo de mi ahora vacía estantería de las manualidades, me veo incapaz de subir las escaleras saltando los peldaños porque el paso del tiempo los ha taladrado, cuando hubo un tiempo en que los bajaba de dos en dos porque la felicidad que me aportabas iba a hacerme estallar. No podría barrer los recuerdos del salón lleno de olor a cerrado. Aunque tú lo creyeras, porque tú siempre creíste en mi, no soy tan fuerte. Prefiero ser la idiota que se aferra sólo a los bonitos recuerdos, y a ojos de los demás se autoengaña día a día. Pensar que no eras sino que aún ERES, que siempre vas a ser.
*Que aunque no estés, estás.
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